lunes, 23 de marzo de 2015

A 39 años del golpe de Estado cívico-militar de 1976



En el 39 aniversario del último golpe de Estado cívico-militar, que dejó 30.000 compañeros detenidos-desaparecidos, compartimos la reflexión del compañero Guillermo Matías Rivera Maturano, profesor del Ciclo de Introducción a la Trayectoria Universitaria e invitamos a todxs a participar de las distintas actividades que se realizarán en la plaza de Mayo.

Conmemoramos hoy un período que fue, sin dudas, el más oscuro de nuestra historia. El 24 de marzo de 1976 inició un proceso que pretendió doblegar la voluntad de la sociedad argentina a través del terror, a través de un Estado que ejerce el terror como medida sistemática de disciplinamiento. Sabemos qué ocasiona el miedo, el terror.
La instauración de un régimen dictatorial obedeció, no sólo a las circunstancias internas del país, circunstancias que, por otra parte, daban muestra de la creciente toma de conciencia por parte de la sociedad de su propio protagonismo en la historia; sino que también fue llevado a cabo en pos de un proyecto más amplio, y en cuyo objetivo se encontraban aquellos países que, por sus instituciones o por las particulares situaciones que vivían, o por lo movilizadas que estaban sus sociedades, impedían la libre implementación de un sistema político y económico que apuntaba a destruir los vínculos comunitarios: el denominado “Tercer Orden Mundial”, también conocido en nuestro continente como “Neoliberalismo”.
Pero este régimen fue posible por la connivencia, la aceptación y el apoyo de un importante sector de nuestra sociedad que puso en primer lugar sus intereses particulares y mezquinos, su comprensión de que la Argentina es un país en el que no todos tienen cabida y en el que el poder y la riqueza no pueden ser distribuidos equitativamente entre todos los ciudadanos.
Las víctimas han sido los desaparecidos, los muertos, los torturados, los exiliados. Pero, y tal vez más grave aún, las marcas que han dejado en nuestra sociedad esos años han sido fruto de una política de disciplinamiento, de aislamiento y desvinculación de los sujetos a la comunidad, de aceptación pasiva de medidas tendientes a destruir cualquier tipo de movilización social.
No es nuestro interés aquí volver a señalar acontecimientos, medidas, programas, que se efectuaron en esos años, ya que nuestro conocimiento y nuestra conciencia acerca de esos oscuros años ha aumentado permitiéndonos sopesar los actos y sus consecuencias. Es acerca de algunas de esas consecuencias sobre las que queremos abrir la reflexión. El proceso de domesticación de voluntades ha dejado profundas secuelas en nuestra sociedad, secuelas que nos persiguen hasta el día de hoy al punto que pudimos comenzar a percibir nuevamente un espíritu de militancia recién en los últimos años, por poner sólo un ejemplo. Esas secuelas se han profundizado con la implementación de las políticas de los años noventa que continuaron las iniciadas dos décadas antes, y cuyas huellas todavía amplios sectores de nuestra población siguen padeciendo.
Entre las sombras que aún nos persiguen podemos nombrar el individualismo y la desconfianza que despiertan aquellos que no son “como nosotros” (desconfianza, por ejemplo, ante quien responde a las caracterizaciones que los medios y otros espacios de poder hacen de quienes son “peligrosos”), el espíritu competitivo que, sobre todo en los sectores medios, es más fuerte que el sentido de justicia, solidaridad y equidad. También podemos citar el temor a comprometernos, a luchar y militar por la transformación de un mundo con el que no estamos conformes pero ante el cual preferimos replegarnos en nuestra propia interioridad antes que arriesgarnos. Esto podemos verlo particularmente en el ámbito gremial, en el que estas transformaciones han sido más evidentes, si recordamos (sin ir más lejos) el “Cordobazo” y lo cotejamos con algunas de las luchas contemporáneas; o si vemos cómo algunos gremios en la actualidad son accionistas de las empresas cuyos trabajadores dicen defender. Pero también podemos verlo en la falta de acción y compromiso de trabajadores que han perdido la dimensión colectiva de la lucha y prefieren negociar su propio puesto olvidando que un derecho que se vulnera a uno solo es un derecho que se vulnera a todos.
Como trabajadores de la educación, como miembros es esta institución, tenemos la enorme responsabilidad de ser protagonistas en el esfuerzo por revertir esas secuelas; y la educación es un ejercicio que exige militancia, compromiso. Es fundamental que nos detengamos a pensar en qué medida también en nosotros se encuentra ese espíritu doblegado, disciplinado; o si, por el contrario somos capaces de romper la lógica individualista propia del sujeto neoliberal mercantilizado y de instalar la lógica de una comunidad que escribe la historia desde la lucha y el compromiso colectivo.
El 24 de marzo debería ser una fecha que, por la memoria de ese período diabólico (en el sentido griego de destructor de toda posible unidad y comunidad), nos empuje a construir lazos comunitarios, a construir colectivamente el reconocimiento de los derechos como derechos de todos y a efectivizarlos; que nos empuje, en definitiva a construirnos como miembros de un colectivo que requiere de nuestro compromiso y de nuestra responsabilidad.